13
de agosto de 2012, Casa de la
Provincia de Chubut
Damos la
bienvenida a Didi Grau, autora e ilustradora de larga e importante carrera. Ha
ilustrado libros de muchos de los autores que invitamos a estas conversaciones (y
de otros muchos que aún no invitamos) y ha escrito, entre otros libros, La
máquina de la felicidad, Curumbamba y Curumbé, ¿Y la luna dónde está?, Cereza y
Kiwi, Riquete el del copete, Rimanumero, La nariz andariega / Un capote de
primera. No es
habitual, en este ciclo, la visita de una ilustradora, así que vamos a comenzar
por ese tema. Tenemos mucha curiosidad. Contanos algo de tus técnicas.
Con las técnicas para ilustrar tuve distintas etapas: lápices de
color, collage con cartulinas y
recortes de revistas, pasteles, tinta china, etc. Quizá sin terminar nunca de
explorarlas hasta el fondo, por eso también vuelvo de vez en cuando a alguna de
ellas para, por ahí, perfeccionarla, no sé. También pienso que algunas técnicas
se adaptan mejor a ciertos textos… Por ejemplo, para el libro de Franco
Vaccarini La mujer de la casa sin puerta,
los dibujos tenían que ser en blanco y negro, y yo los pasteles los uso para
color. Lo que hice en este caso fue dibujar en línea de tinta, los escaneé y
los terminé en la computadora, los pinté digitalmente haciendo collage de distintas texturas que fui
pegando con el photoshop… Me dio mucho trabajo, pero me gustó. Me llevó mucho
tiempo. Hace relativamente poco que trabajo con la computadora para ilustrar,
así que tampoco estaba demasiado canchera. Me gusta cómo quedó. Una de las
cosas que quise plasmar, y que me parece importante para los dibujos y para los
textos también, es un determinado clima, el que vaya con la historia, creo que
ayuda a que lo que se cuenta atrape. Un buen clima, una buena atmósfera… Pasa
en las películas también. A mí, el
pasaje del libro de Franco donde los protagonistas están de noche en medio de
un extraño jardín donde en cualquier momento podía aparecer un fantasma, me
parecía que tenía que tener un clima adecuado a eso.
Contanos
cómo empezaste como ilustradora.
Empecé hace bastante, en el año 79/80 publiqué por primera vez en la
revista Billiken. También dejé mucho
tiempo…no dejé totalmente pero tuve muy poca producción -alguna que otra
ilustración y unos libros que hice para Colihue- desde que me casé y hasta que
crecieron mis hijos. Durante unos quince años.
¿De
escritura y de plástica tampoco?
Muy poco. Hacía para mí alguna cosa, iba a talleres, tenía alumnos de
plástica en mi casa. Me costó empezar otra vez después de tantos años. Los
primeros trabajos que hice para Billiken
los pintaba con lápices de color. La verdad es que yo en ese momento de
ilustración no sabía nada. Había hecho Bellas Artes. Recién recibida lo que sí
sabía era de pintura, dibujo artístico, algo de escultura o de grabado. Es
decir, lo que te enseñan ahí. Otra cosa es ilustrar un libro. Es algo muy
distinto. Yo terminé Bellas Artes en el 78. No sé si estaba en ese tiempo la Escuela Panamericana
de Arte, supongo que sí. Pero no sé si se enseñaba a ilustrar libros. Por ahí
sí y yo no lo sabía. No tenía ni idea de cómo se ilustraba. Igual, como pude,
me hice una carpeta. Por ejemplo, uno de mis libros preferidos, desde chica, es
Alicia en el País de las Maravillas.
Me inspiró para hacer alguna ilustración, con un poco de collage de papel pegado, con lápices de colores…Hice dos o tres
ilustraciones de un libro de Laura Devetach, Monigote en la arena, iba probando distintas técnicas. Me acuerdo
que eso lo hice con cartulina de color, la raspaba con la punta de un alfiler y
quedaba la parte blanquita. Como decía, me hice una carpeta y la llevé al
primer lugar que se me ocurrió, que fue Editorial Atlántida, a Billiken, porque en casa se compraba.
Tampoco había tantas editoriales de libros para chicos en esa época. Creo que pasé por Sigmar con mi carpeta
y no pasó nada. Tuve la suerte que cuando llegué a Atlántida y estaba esperando
para mostrar mi carpeta pasó un muchacho, lo veo conocido y resulta que había
sido compañero mío en la escuela secundaria. Y lo encaré y le cuento a qué
venía y ahí me dice que él es el jefe de arte de Billiken. Así empecé, con un poco de suerte de haberlo encontrado a
él. Al poco tiempo ilustré por primera vez un cuento que me pagaron. El cuento
era de Oche Califa, La vuelta de
Mongorito Flores. Después de mucho tiempo me enteré de que ese había sido
el primer trabajo como escritor de Oche.
Los dos estábamos empezando en ese momento, mirá qué casualidad. Fue el
primer escrito de él publicado y fue mi primera ilustración publicada.
¿La edición
de ese cuento de Oche en “Pajarito
Remendado” la ilustraste vos?
No. Yo ilustré un solo libro hace muchos años para la colección “Pajarito
Remendado”. Un cuento de una escritora que se llamaba Ana Pahn, Pájaros de barro.
P: ¿Preferís alguno de tus
libros más que otro de los que hiciste?
Uno de los libros míos al que le tengo especial cariño es ¿Y la luna dónde está?, de Ediciones del
Eclipse. Lo escribí y lo ilustré. Tiene muchas cosas de mi mundo. Es una
fantasiosa explicación de cómo hace la luna para estar ahí arriba iluminando. Y
es la voz de una criatura que pregunta, yo, y su prima mayor que le cuenta, que
es mi prima Betty en la realidad. En el relato se llama Elisa. El libro se lo
dediqué: “A Betty que me contaba cuentos”. Y se lo dediqué a mi mamá, también.
¿Se lo
leíste a tu prima?
Sí, en realidad, a mi prima yo la veo, porque vive en el barrio en el
que yo vivía antes y donde tengo familia todavía. Por supuesto que se lo llevé
de regalo. Ella está orgullosísima con este libro y con que se hable de ella,
por supuesto.
Esos gustos
que uno se da…
Sí… Mi prima es maestra, tiene alumnos particulares. Tiene como una
escuelita en su casa a la que van montones de chicos. Es muy dulce con los
nenes. Cuando yo tenía unos nueve años me quedaba a veces en su casa a dormir.
Ella tenía dieciocho años y estaba terminando la carrera docente. Recuerdo que
me hablaba cuando estábamos en la cama, recuerdo la cadencia de su voz que me daba tranquilidad.
Una pregunta
en la que me quedé pensando cuando estabas hablando de los dibujos de La mujer de la casa sin puerta, el libro de Franco Vaccarini. Hay un
dibujo a doble página que es una maravilla, pero ¿qué parte está en la tapa?
¿Cómo es el proceso? ¿Intervenís normalmente con los editores? ¿Elegís vos para
la tapa?
Ese dibujo de la tapa es una mezcla de dibujos de adentro del libro.
Mirá, por lo general los editores te dicen que prefieren que para la tapa hagas
un dibujo completamente nuevo que no esté adentro del libro. Claro que un
dibujo nuevo para tapa tiene un precio. Y yo no recuerdo bien si en este me
pidieron que fuera nuevo el dibujo, que no estuviera adentro. En realidad tengo
que decir que primero hice otra tapa, no era exactamente esta. Tenía sí el
fantasma este de la mujer, creo que no estaban estos personajes, la había hecho
un poco distinta. La vio la diseñadora (yo lo había hecho muy a las apuradas),
me dijo que estaba medio desprolijo y tenía razón. No estaba bien terminado.
Como lo tuve que hacer otra vez decidí agregar una casa con el árbol y la luna
que no están entre los dibujos interiores. O sea, le agregué detalles nuevos
mezclados con algunos dibujos del interior del libro.
P: Cuándo escribís un relato,
¿te surgen el texto y la imagen juntos? ¿Están como imbricados?
La verdad es que no me doy mucha cuenta si, cuando escribo, veo al
mismo tiempo las imágenes. Supongo que en ese momento habrá imágenes dando
vueltas por mi cabeza. Sí sé que cuando escribo diálogos o texto teatral veo a
los personajes moviéndose, me resulta algo corporal, como si yo lo estuviera
actuando. Pero cuando es un libro en el que soy autora integral a veces primero
aparecen unas imágenes que dibujo y en base a eso va surgiendo la historia que
escribo, o al revés, se me ocurre una idea, la escribo y después me pongo a
dibujar. En realidad creo que siempre se deben dar un poco juntas las dos
cosas, hay que ver qué resuelve uno hacer primero, si texto o dibujo. O los dos
a la vez, un poco de cada uno.
En Bellas
artes, de donde venís, suelen apuntar a que los artistas tengan un estilo
marcado, particular, que los identifique. Vos, en cambio, tenés una notable
versatilidad, tenés trabajos muy distintos unos de otros, ¿no?
A lo mejor es una forma de ocultarme. (Risas). Me pasa que cuando veo
algo escrito de otra persona, si no me dicen de quién es, no sé si me doy
cuenta. Sí en el caso de alguien muy conocido. Por eso, yo me pregunto a menudo,
¿la gente se dará cuenta de que eso es mío cuando me lee o ve mis ilustraciones
si no está mi nombre? A veces me parece que no, quizá por esa versatilidad de
la que hablás. Habría que ver…
P: En unos libros estás como
Didi Grau y en otras estás como Silvia Grau…
Esa es otra cuestión. ¿Cómo, Silvia Grau es la misma que Didi Grau? Me
lo preguntaron más de una vez. Eso muchas veces tengo que aclararlo.
Tendrías que
contarlo, sí.
Cuando empecé, los primeros libros los firmaba como Silvia Grau: unos
de Colihue, otros de Libros del Quirquincho, Curumbamba y Curumbé y La
máquina de la felicidad. Y hay textos en manuales en que todavía aparezco
como Silvia Grau.
¿Curumbamba
y La máquina se publicaron en Cántaro, no?
Sí, Cántaro. En realidad mi nombre verdadero no es ni Silvia Grau ni
Didi Grau. Yo soy… ahora les digo un nombre y dicen: “¿Esa eras vos?”
(Risas). Mi nombre de documento es
Silvia Viviana Rodríguez. Grau es el apellido de mi mamá. Silvia Rodríguez hay millones, así que dije:
“Bueno, me voy a poner el apellido de mi mamá que es un poco más original y es
más corto”. Y Didi me dicen en mi casa. Es un apodo que no se sabe de dónde
salió porque nadie se acuerda por qué “Didi”, pero me resulta simpático y más
cálido que Silvia, una cosa así, y me parece que pega. Entonces ya está, Didi
Grau, ahora mejor que no lo cambié más.
P: ¿Escribís cuentos que dejás
que ilustre otra persona?
Les cuento algo. Me acuerdo que una vez en la Feria del Libro fui a
saludar a una ilustradora que conozco y hablando de algún libro con texto mío (no
ilustrado por mí), ella me dice: “¿Y por qué te lo ilustró otra persona? ¿Para
qué llamar a un ilustrador si vos también ilustrás? A mí me gusta ilustrar todo
lo mío”. Y yo le dije lo que pienso, que a veces escribo algo que no tengo
ganas de ilustrar, porque me gustó escribirlo y no me da ganas de ilustrarlo, y
que a mí me parece que trabajando con otro la mayoría de las veces la cosa se
enriquece y habrá un mejor resultado, porque ese otro lo ve desde su punto de
vista que será distinto al mío. Si yo lo escribí, estoy como viéndolo siempre
desde el mismo lado. Me gusta ver también (aunque si el resultado no me
convence no estoy tan contenta) cómo otros interpretan lo que yo escribí. Es
lindo. Porque uno se lo imaginó de una manera y está bueno ver las cosas que se
puede imaginar otra persona. Por ejemplo, Un
lugar cómodo, cómodo, de editorial Edelvives, quedó muy lindo. Lo ilustró
Elba Rodríguez, que yo no conocía, ni a ella ni a su trabajo. La conocí después
cuando se hizo la presentación de la colección.
Y acá en Un lugar cómodo, cómodo ¿no hubo contacto? ¿Vos
entregaste el texto y listo?
Claro. Ese es otro tema. Lo que pretendería yo (lo digo y acá al lado
tengo un editor, Mario Méndez, no sé si lo conocen) (risas), sería que si no
ilustro el texto mío que va a salir, me consultaran o aunque sea me dijeran
quién va a ilustrar mi texto, y la verdad es que la mayoría de las veces no lo
hacen. Yo creo, porque lo escuché por ahí, que a los escritores más conocidos o
más prolíficos a veces les preguntan si hay algún ilustrador que prefieran. Conmigo nunca hasta ahora pasó
eso. Incluso a veces yo propongo algunos ilustradores, porque lo que pretendo es
calidad, claro. Y si yo prefiero a algún ilustrador más que a otro es porque
creo que a esta altura algo entiendo de eso, y aunque sea un conocido o amigo
lo elijo sobre todo por la calidad de su trabajo. Pero igualmente no me
consultan. Si yo me animara, podría decir: “Ah, no, entonces no quiero que se
publique”. Pero la verdad es que necesito que se publique porque vivo de esto.
Así que consiento, qué sé yo. Pero me gustaría que hubiera un ida y
vuelta. La cosa en equipo, que lo
charláramos.
A veces es
una cuestión de tiempo. Es uno de los factores. Otras veces me parece que tiene
que ver con cierto “ego” del editor, que leyó el libro y dice: “Yo quiero este
ilustrador”. Es como una prerrogativa del editor. Tiene el libro en su cabeza y
dice: “Yo voy a elegir”.
También sé que es por costos…
Por costos
también. También tiene que ver lo grande o chico de la editorial. A mí, como
escritor, hay editoriales que no me preguntan nada. Y a veces, los ilustradores
que proponés, o están muy ocupados o están por encima del presupuesto que el
editor tiene. Es complejo. Me imagino, metiéndome en el rol de editor, juntarte
a vos con Elba Rodríguez a trabajar, produce algo importante, porque vos sabés
de ilustración. Pero si yo escribo un cuento y me juntan a trabajar con el
ilustrador quizá no sumo nada porque, y es una de las cosas que me gustaría
preguntarte si a vos te pasa, yo no me imagino los dibujos cuando escribo. Lo visual que tengo es realista, son personas o
son animales, pero no son dibujos o esculturas.
Creo que yo tampoco me imagino el dibujo cuando escribo. Surgen
imágenes más que el dibujo en sí, imágenes que seguramente me ayudan después
cuando me pongo a dibujar. Cuando hacía, por ejemplo, el diálogo de las
lavanderas que estaban en el siglo XIX a orillas del Río de La Plata en Curumbamba y Curumbé, o cuando escribo
obras de teatro me imagino mucho a los personajes, los ademanes, cómo se
mueven. A mí me encanta el teatro y la actuación, aunque no me dedique. Hice
algunos cursos breves de actuación, y recuerdo que en uno la profesora me
señaló como un elogio mi versatilidad para actuar, y es parecido a lo que
hablábamos al principio, la versatilidad para escribir y dibujar, aplicado
ahora al cuerpo.
Y el
escenario, ¿no te lo imaginás cuando escribís?
Supongo que sí. Estas historias de las lavanderas que decía, y creo
que más o menos lo logré, en las que traté de que el diálogo fuera creíble.
También pensaba mientras lo hacía cómo hablarían las lavanderas en esa época,
porque la mayoría eran esclavas traídas de África. Sé que había lavanderas
blancas también, pero pocas. Bueno, no sé cómo hablarían, debía ser una mezcla
de su lengua nativa con el castellano que se hablaba en esa época acá. Y al ser
para mí imposible saberlo, traté de hacerlas hablar de una manera creíble. ¿Vos
decís que lo logré?
Sí, seguro.
Y ahí, ¿te documentaste?
Sí, claro. Yo hace mucho tiempo iba a hacer un libro para Colihue
sobre la época colonial, para una colección mía que se llama “Recortala”, que
son seis libros. La verdad es que no anduvo demasiado bien esa colección, se
vendió poco y nada. Me documenté para eso, incluso llegué a hacer dibujos que
todavía tengo, pero el libro sobre la época colonial finalmente no se hizo. Así
que para el de las lavanderas yo ya tenía algo de documentación y sabía dónde
buscar. Seguí buscando por Internet y en libros y revistas de historia. En lo
único que no me podía documentar es en cómo hablaban. Y en ese caso uno más o
menos lo hace de la manera que le parece que suena mejor.
Ya que
estamos con el teatro: ¿trabajaron juntas con Adela Basch, en el libro Teatro e Historia, ¡cantemos victoria!?
No, no trabajamos juntas. Yo tenía obras de teatro y Adela tenía otras
por su lado y se juntaron en el libro.
Pero, ¿vos
le llevaste las obras o pensaron antes el tema, la época?
No. Yo le comenté que tenía estas obras de teatro sobre la época
colonial y se las mandé. Ella le agregó las suyas y salió el libro así. Las
ilustraciones de este libro las hice yo
y tienen un poco que ver con la técnica que usé en La mujer de la casa sin puerta que hablábamos antes, porque están
hechas con collage de photoshop, aunque estas ilustraciones son
a color. Tiene muy poco dibujado por mí a mano. Por ejemplo, el cuerpo de la
mujer y el vestido, hice el contorno en línea de tinta, lo escaneé y lo pinté
digitalmente. Lo que sí hice en todos fue un collage con distintas caras y en algunos personajes, partes del cuerpo.
Busqué imágenes en Internet y entonces las recorté y armé con herramientas del photoshop.
Un trabajo
enorme.
Me llevó muchísimo trabajo hacer esto, pero la verdad es que lo
disfruté. Es divertido hacer esas cosas, sobre todo el collage. Las sillas, busqué
en Internet sillas, los hombres no estaban sentados en estas sillas, les
dibujé algunas partes yo. Estos tienen los ojos dados vuelta para que queden
raros, los puse al revés. Es como jugar…
Tiene mucho
que ver…
Y, a mí es lo que más me gusta. Creo que cuando trabajamos con
Christian Montenegro y Laura Varsky en el libro Peleonas, mentirosas y haraganas y en otro que tenemos que se llama
Cuatro gatos negros flacos, lo que
tuvimos en claro fue que a los tres nos gustaba el juego. En este caso, jugar
con las palabras yo y ellos con las imágenes y con las ilustraciones. Hay todo
un juego en equipo que quedó muy bien. Laura Varsky, además, sabe mucho de
tipografía porque la enseña en la carrera de Diseño en la Universidad.
Este fue
elegido por el Gobierno de la
Ciudad, y una vez contó Carola Martínez, que trabajaba en el
Programa que hacía la selección, que hubo una directora que no lo quiso
entregar porque usaba mayúsculas en el medio de una oración. Fue muy simpático
cómo lo contó Carola porque parece que a la directora la llamaron por teléfono,
le explicaron, que era un juego, que la tipografía era parte de ese juego y
demás, y la buena señora dijo: “No, pero yo no lo voy a entregar”.
Mirá vos. Sin embargo, otra editora y especialista, Teresita
Valdettaro, me dijo una vez que habían usado el libro cuando estuvieron en el Foro
de Lectura del Chaco, para unos talleres con chicos, justamente por su
tipografía.
P: ¿Los tres trabajaron al mismo
tiempo?
Nos juntamos al principio, pero después trabajaban ellos solos y me
mandaban algo para que yo viera. Ellos viven en Ramos Mejía y yo vivo en
Capital. A Christian Montenegro lo conozco desde hace mucho porque los dos
asistíamos a un taller de historieta que dictaba Alberto Breccia. Christian es
un gran artista. Acá en Argentina se ven pocas cosas de él. Trabaja mucho para
el exterior. Cuando yo le pasé el texto de Peleonas,
mentirosas y haraganas le marqué algunos puntos que a mí me parecían
importantes: “Mirá que acá yo jugué con esto y esto, etc.”. Cuando le paso el
texto de Cuatro gatos negros flacos,
que es un libro de juego, que no tiene historia porque es un libro de cuatro
palabras que se van repitiendo, es más un juguete o libro objeto que un libro
de literatura, ahí también le marqué algunas cosas: “Fijate el ritmo de las
palabras, etc., etc.”. Nos entendemos muy bien en eso y siempre el resultado es
excelente. Son grandes artistas.
Hablando de
grandes, contame un poco el proyecto de la Editorial Calibroscopio,
Mago Xul, que es el mundo de Xul Solar para niños, y el de Quinquela, que es el
mundo de Quinquela para niños, y el de Molina Campos… ¿el proyecto lo llevaste
vos?
No. Yo no sé si conocen a la gente de Calibroscopio, que son Judith
Willheim y Walter Binder, que son pareja y tienen una librería en el barrio de Palermo.
Yo en un momento les mostré a ellos mi página Web, para ver si podíamos hacer algo juntos. Judith me respondió en
un mail diciendo que le habían
gustado mucho mis cosas, mis trabajos. A mí me da la impresión de que me eligieron
para estos libros de arte porque les gustó lo que yo hacía pero también porque
había estudiado Bellas Artes. En los libros se reproducen algunas pinturas pero
había que elegir cuáles poner, y muchas veces en eso la última palabra la tuve
yo. Igual hicimos casi todo en equipo. Un día me llamaron y me contaron la idea
que tenían de hacer estos libros y a mí me encantó. Me propusieron hacerlos,
escribirlos, y les dije que sí enseguida. Me pareció muy lindo. El primero fue
el de Xul Solar. Hace unos cuantos años publiqué unas notas… ¿se acuerdan de la
revista “AZ-diez”?
P: Sí. Muy buena revista.
No sé si se acuerdan de que había una sección que era sobre un
personaje famoso que hasta el final no se decía quién era. Se decían cosas de
su vida y uno deducía quién era. Yo hice tres o cuatro notas de esas y una de
ellas era sobre Xul Solar. O sea que yo ahí ya me había documentado sobre el
artista y había ido al museo, que es la casa donde él vivió. Y, por supuesto, para
Quinquela también me documenté. Aunque sobre él no había hecho nunca nada. Sí conocía
el museo, pero volví a ir y ahí estuve hablando con la historiadora de la vida
del pintor, que me contó muchas cosas que me sirvieron para hacerme una imagen
de la personalidad de Quinquela. Con este artista me pasó que encontré en su
historia un clima que me era, en algo, familiar, y me parece que en la solapa
lo dice… es el recuerdo que me trae… A ver, me explico: para que yo me quede
conforme y me parezca que me salió bien un trabajo, y creo que eso nos pasa a
todos los que escribimos, pongo algo de mi mundo en lo que hago, en lo que
escribo, ¿no? Algo siempre sale…
Sí, sí.
Bueno, entonces, cuando a los trabajos que hago puedo encontrarles la
vuelta para que tengan algo que ver conmigo, mejor, porque es lo que más
conozco, mis cosas. Y en la historia de Quinquela, que es el pintor de La Boca, y en sus cuadros, el
puerto es lo más importante. Y les cuento que mi papá trabajaba en el puerto de
encargado de depósito, era “Puerto Nuevo”. Y él de chiquita me llevaba ahí y a
mí me encantaba quedarme viendo los barcos. Una vez me llevó a ver un
transatlántico. Yo jamás había visto uno, y él pidió permiso a ver si podíamos
entrar para verlo. Me parece que era el “Eugenio C”. Era hermoso. Entonces, yo
de chica (siempre fui muy contradictoria) soñaba con ser marinero o bailarina.
(Risas). Marinero, por esa fantasía de que el marinero viaja y tiene sus
aventuras en tierras lejanas. Todavía me gusta lo de los barcos, pero ahora se
viaja en avión. Y también me gusta lo de bailarina. Bueno, no fui bailarina
pero me hubiera gustado. Todo eso del barco y del puerto me ayudó a contar la
historia. Uno se refugia en esas cosas que recuerda y que te facilitan contar.
Esto es
diferente de lo de Molina Campos…
Sí. En el de Xul y en el de Quinquela cuento la vida de los pintores
no de una manera biográfica, sino más literaria, con una prosa poética. En eso
quedamos de acuerdo con la gente de la editorial. Si bien los puede leer
tranquilamente la gente grande, están pensados para los chicos. Queríamos
buscarle la vuelta para que fueran más llevaderos para ellos, contarles la vida
de los pintores como si fuera un cuento. Y además de las pinturas, estos dos
libros están ilustrados, el de Quinquela por Paula Adamo, y el de Xul Solar por
Irene Singer. Cuando llegó el momento de Molina Campos, los dueños de los
derechos de su obra, que es la familia, no permitían que estuviera ilustrado.
Que el libro estuviera conformado por el texto y por las obras de Molina
Campos, nada más. Ya se hacía más difícil contar la vida del pintor, y entonces
lo que pensamos, y eso fue un desafío para mí, fue que yo tendría que escribir
un cuento muy breve, una breve ficción de una página inspirada en la pintura de
esa página, que tuviera características comunes con la obra de Molina Campos y
con lenguaje gauchesco. Me acuerdo, por esto de escribir inspirándome en una
pintura, que cuando iba a la secundaria, había una profesora de Castellano, en
esa época la materia era Castellano (creo que era en segundo año) que nos pidió
que escribiéramos inspirándonos en una imagen. A mí me había tocado una pintura
de un impresionista francés que no me acuerdo quién era, sí me acuerdo que
había un camino con cipreses y un paisaje muy lindo, y había que escribir sobre
eso. Ahora que lo pienso, me gustaría escribir más textos inspirados en
pinturas.
Es linda
idea, sí. Una pregunta que me quedó en el tintero. Vos decías que cuando
empezaste (vos sos egresada de Bellas Artes) no había mucha gente ilustrando y
que no había tampoco una escuela. ¿Vos te dedicás a la docencia? ¿Hoy sí hay
escuelas de ilustradores? ¿O no?
Hay muchos talleres ahora donde se enseña ilustración, sobre todo para
adultos. El año pasado me llamaron de un colegio privado y coordiné un taller de
ilustración para chicos de primaria y en otras oportunidades di talleres de
historieta y también de escritura, hasta ahora siempre para chicos y en
colegios. Me falta trabajar con adultos, pero sí, ahora hay muchos que lo hacen.
¿Pero vos no
tenías un taller propio? ¿Nunca tuviste?
Tuve en mi casa, como contaba antes, pero eso era más como maestra de
Plástica, cuando mis hijos eran chicos. Pero no era enseñar a ilustrar. Era
otra cosa. Los hacía dibujar, pintar, trabajar con cartones, hacer collage, los
motivaba con alguna historia o cuento. Tuve algunos pocos alumnos adultos que
querían pintar e hicieron pintura, pero en ningún caso fue ilustración de
libros. Siempre estoy con la idea de dictar algún taller para adultos, no sé si
en mi casa, no sé si literario o de ilustración, pero me tengo que hacer
tiempo, decidirme.
P: ¿Y empezaste con las dos
cosas juntas? ¿Con texto e ilustración? ¿O solo ilustración?
No. Como trabajo empecé con las ilustraciones, como conté, cuando salí
de Bellas Artes. Publicar textos vino varios años después. Si a mí me decís,
¿qué te resulta más fácil o qué te cuesta más de las dos cosas? Diría que
escribir me resulta más natural. Siempre necesité escribir, desde que era
chica. Me acuerdo de que en la escuela primaria me hacían leer en voz alta
alguna que otra redacción mía porque le había gustado a la maestra. También
leía bien. Tenía esos diarios personales que hacen los chicos, escribía todo en
el diario. De adolescente empecé con la poesía. Mi papá escribía poesía y mi abuelo,
el papá de mi papá, también. Poesía clásica, con rima. A mi abuelo creo que
llegaron a publicarle algo en algún diario de barrio. La poesía de mi papá y la
que encontré en un cuaderno que dejó mi abuela (también con pretensiones de
poeta), era una poesía muy amarga. Escribían cuando estaban tristes parece,
¿no? Si bien yo a veces escribo algo cuando estoy triste, me gusta escribir
poesía cuando estoy exaltada por algo que me deslumbra, puede ser un paisaje u
otra cosa. También yo dibujaba más o menos bien al final de la primaria. Me
acuerdo de que copiaba muchas caras, me gustaban las caras, copiaba caras de
fotos. Pero escribía más que dibujar. Sí, me acuerdo que en esa época me
enamoré de algún poeta. En la escuela habíamos leído a Gustavo Adolfo Bécquer y
me gustaba mucho. Después me gustó la poesía de Alfonsina Storni, y me enamoré
de Neruda y trataba de imitarlo. En la adolescencia también recuerdo con placer
leer a Bradbury, los primeros cuentos de Cortázar… Pero de chica, doce, trece
años, leía mucho a Julio Verne.
La parte del
marinero.
Sí, la verdad, soñaba con esas
aventuras. Sabés… ¿te digo qué carrera empecé a estudiar yo antes del Bellas
Artes? Un poco llevada por mi papá… yo estaba mucho al lado de mi papá de
chica. Seguramente era algo que él había querido hacer y no hizo (con los
padres de antes pasaba mucho eso). Empecé en la facultad de Ciencias Exactas,
nada que ver, a estudiar ¡Geología! (Risas).
¿Sabés qué me imaginaba? (Tal vez por cosas que mi papá se imaginaba y
me transmitía) La parte de la aventura. Me imaginaba una exploradora, con una
carpa. Yo digo que a mí, otra de las cosas que me hubiera gustado ser, además,
es naturalista. Porque donde voy busco cosas, me quedo mirando, observando, voy
juntando semillas raras que encuentro tiradas, caracolitos, hojas secas. Todo
eso me encanta. Bueno, empecé Geología pero duré dos meses. (Risas). Cuando vi
que tenía materias como Física, Química, Matemática, no entendía nada. No era
para mí. Nunca fueron para mí esas materias. Y, en esa época, como yo ya había
empezado a pintar con óleos, creo que a una maestra de barrio había ido, una
amiga de la familia que ya falleció, que era profesora de pintura, vio mis
trabajos y me dijo: “¡Pero qué bien que pintás! ¿Por qué no vas a estudiar Bellas
Artes?”. Hasta ese momento ni se me había ocurrido hacer esa carrera, es más,
no me había pasado por la cabeza la existencia de esa academia. Y tampoco la
carrera de Letras. No sé qué me pasaba por la cabeza en aquella época. Yo
insisto, entonces: escribir siempre lo tuve más incorporado que dibujar. Me
cuesta menos, aunque a mí todo me cuesta. No me es fácil escribir. Pero me es
más fácil escribir que dibujar. Me cuesta mucho empezar a dibujar cuando me
hacen un encargo, entonces tiro líneas y la mano se va calentando, ablandando,
y se va haciendo más fácil. Paso mucho tiempo sin dibujar porque paso más
tiempo escribiendo. Es como los bailarines, que tienen que estar bailando todos
los días. Yo tendría que estar dibujando todos los días y no lo hago. Sí escribo todos los días o casi, lo que sea,
por ahí una poesía o alguna idea para una historia o un diálogo.
¿Nos vas a
leer algo?
Sí, si quieren escuchar. Bueno, yo pensaba leerles alguno de estos,
los relatos que hice para el libro sobre Molina Campos, “Cuentos que son de
verdá”. Voy a leer el cuento inspirado en la pintura “Aquí le manda mama”, en
la que se puede ver, entre otras cosas, a un chico, un muchacho, que va sobre un caballo y lleva una sandía. Y
dice así: “Los Barboza eran los propietarios de la estancia más grande del pago
y de la hacienda más numerosa. Pero una vez habían sido pobres, cuando vivían
de la venta de las pocas sandias que cultivaban. Hasta que se les dio vuelta la
taba, quedando del lao de la suerte. Verán cómo: el Gumersindo era el menor de
los hermanos Barboza y asegún su familia era medio zonzo, así que lo tenían pa’
los mandaos. Más que zonzo era algo distraido y dos por tres metía la pata. Lo
mandó un día su mama a llevarle una sandia a doña Maruja, a lo que él entendió
que tenía que ir a lo de la bruja, que era misia Duvige, de quien había oído
hablar. ‘Que tenga l’ ojos pa’ ver de noche como gato, las uñas afiladas como
cuchillos, los pies como pata’e cabra y una risa que espanta no quiere decir
que sea bruja’, iba pensando el mocito como pa’ darse valor mientras se dirigía
despacito en su pingo a cumplir con el mandao. Y la Duvige era pior que eso,
comprobó el Gumersindo ni bien la vio. Pero que le llevaran semejante regalo
puso de buen humor a esta mujer porque quién sabe la idea de comer sandia le
endulzaba el pensamiento; lo cierto es que en
lugar de convertir al mocito en sapo lo convidó con una rodaja de esa
jugosa fruta. Dispué le dijo que guardara las semillas y que cuando llegara a
su casa las pusiera en tierra porque eran especiales. ‘Las semillas estas
parecen iguales a todas’, iba pensando el Gumersindo mientras volvía. “¿Les
habrá echao un gualicho?” No bien llegó a su casa las enterró y fue a contarlo
entre los suyos. Sus hermanos no hicieron más que burlarse de’l y sus
padres se enojaron fiero porque habían
perdido la venta de esa sandia. Pero la sorpresa se la llevaron a la mañana
siguiente cuando encontraron que en el lugar donde el Gumersindo había enterrao
las semillas había ahora pura vaca negra. Habían nacido tres de cada semilla.
De ahí en más, el ganao no paró de multiplicarse y los Barboza de crecer como
hacendaos. Y todo por el zonzo del Gumersindo”. (Aplausos).
Didi, muchas
gracias, ha sido un placer.
Bueno, muchas gracias a ustedes por escucharme y por preguntarme todo
esto.